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ENSAYO | LA GASTRONOMÍA Y EL GUSTO

FRAGMENTOS ÉTICOS PARA UNA RAZÓN DIET-ÉTICA

El autor de “La Argentina fermentada”, “Comer” y “Mapping the Tasteland” entre otros libros nos invita aquí a realizar un apasionante recorrido por nuestra mesa nacional: sus prácticas, lo que esconde, lo que luce, lo que nos impone y cómo se nos convierte en el “espejo interior”.


Por Matías Bruera | Buenos Aires | pensamos@puracultura.com.ar

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“El placer por el gusto es la negación del hambre”. Con esta tajante afirmación Matías Bruera cierra el ensayo que compartimos con ustedes en Pensamos Cultura. Y, aunque ese es final de este delicioso escrito -valga la imagen para un texto que abordará las prácticas relativas a la alimentación, la gastronomía y su producción de sentidos simbólicos y materiales-, Bruera nos invita a más. Con una prosa potente, incisiva y certera traza aquí un trayecto que nos lleva a una especie de genealogía, fisonomía o recorrido analítico sobre los conceptos, preceptos y éticas que subyacen en las prácticas alimentarias de los argentinos.

“Fragmentos éticos para una razón diet-ética” fue publicado en el Boletín de la Biblioteca del Congreso Nacional N° 123. “Medios y Comunicación”, en 2007. Hoy, por la gentileza de su autor, podemos reproducirlo íntegro en esta sección que tanto queremos y que se llama, convenientemente, Pensamos Cultura.

“Comer es incorporar no sólo una sustancia nutritiva, sino también una sustancia imaginaria: un tejido de evocaciones y significaciones que van de la dietética a la poética y remiten, por ejemplo, a la historia o a la festividad (…). Las sociedades contemporáneas -incluida la argentina- viven paradójicamente un auge de la cocina y el régimen (…). El business gourmet, sus ritos sibaritas y la obsesión por la delgadez parecen haberse convertido en el único sentido posible bajo el cual hoy puede ser pensada y asimilada la alimentación (…). Una cosa es la tierra soñada y otra muy distinta, la producida”, afirma el autor en los distintos tramos de este ensayo. Pasen lectores, entonces: devoren, que la mesa está servida.

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Fragmentos éticos para una razón diet-ética

Comer solo es experimentar o sufrir una soledad peculiar. Compartir la comida y la bebida, por otra parte, toca lo más recóndito de la condición sociocultural. Abarcar el ritual religioso, los constructos y demarcaciones de género, el dominio de lo erótico, las complicidades o confrontaciones de la política, los contrastes de discurso –grave o frívolo–, los ritos del matrimonio y del duelo funeral. En sus múltiples complejidades, consumir alimentos en torno a una mesa, con amigos o enemigos, discípulos o detractores, íntimos o extraños, con la inocencia o las convenciones aprendidas de la cordialidad, recompone el microcosmos de la sociedad misma.

George Steiner. Las dos cenas


EL RÉGIMEN ALIMENTARIO Y EL GUSTO

El régimen es todo un arte de vivir.

Michel Foucault. Historia de la sexualidad, 2. El uso de los placeres


En su teoría de los sentidos, Kant estableció que algunos órganos perceptivos eran superiores y objetivos -el tacto, la vista y el oído- y otros inferiores y subjetivos -el olfato y el gusto-. Esta división respondía a que la nariz y el paladar resultaban ser órganos cuyas funciones no poseían nobleza, pues no permitían conocer en forma universal, sino particular.

Kant omitió integrar la imaginación y la memoria al entendimiento y por eso nunca realizó una “crítica de la razón gastronómica” y, cuando dedicó parte de su Crítica del juicio al gusto, no hizo lugar a la alimentación. Sin embargo, para el ilustrado filósofo alemán el olfato -“el gusto a distancia”- resultó ser un sentido menos social y más prescindible que el gusto, pues al oler estamos siempre obligados a experimentar lo mismo sin libertad -aunque sirva para avisarnos de la presencia de sustancias tóxicas y venenosas-; en cambio, el gusto favorecía la sociabilidad en la mesa y permitía elegir entre platos y bebidas, o sea era el sentido de la convivencia -siempre que nuestros compañeros de mesa no oliesen mal- pues preservaba la autonomía.

De esta manera, Kant intuyó la ambición de los grandes gastrónomos del siglo XIX que, a partir de la disciplina gastronómica, intentaron en la Modernidad ordenar el mundo, nomenclarlo y adecuarlo a nuestra comprensión.

La gastronomía como el “contrato social” se enraízan en el artificio y ambos son propios de la cuna de la edad moderna. Y la gastronomía o “ley del vientre” se impuso por sobre otras palabras e ideas: “gastrología” -nombre que daban los griegos a los libros de cocina-, “gastrolatría” -ciencia de la boca, utilizada por Rabelais o Montaigne- o “gastrosofía” -según el utopista Fourier, disciplina que conjuga la agronomía, la medicina y la cocina con el fin de combatir lo arbitrario y producir abundancia para todos-.

La intención era legislar los vientres y ordenar la vida de los hombres. Y todos los promotores de dicha disciplina estaban vinculados con el universo de la ley: Brillat-Savarin, Berchoux, Grimod de La Reyniere. La ley no es ciega, más allá de su representación, de la misma manera que no existe ninguna dietética inocente.

Vemos así, que a través del régimen o la dieta puede pensarse la conducta humana y que la mesa -como intuía Kant- es una microsociedad.

Luego, desde fines del siglo XIX, el discurso alimentario fue cooptado por la nutrición -discurso médico moralizante que prescribe qué está bien y qué está mal comer- y circunscribe el problema de la comida a cierta tipología “racional” y reduccionista -vitaminas, sales minerales, aminoácidos, etc.- a la que hay que habituarse. De esta manera, supone que comemos nutrimentos y no alimentos.

Las ciencias humanas -antropología, sociología e historia- señalan desde hace tiempo que la alimentación humana comporta tres dimensiones: imaginaria, simbólica y social. Esto significa que nos nutrimos de alimentos pero también de lo imaginario. Comer es incorporar no sólo una sustancia nutritiva, sino también una sustancia imaginaria: un tejido de evocaciones y significaciones que van de la dietética a la poética y remiten, por ejemplo, a la historia o a la festividad.

Las sociedades contemporáneas -incluida la argentina- viven paradójicamente un auge de la cocina y el régimen. Tanto los dietólogos como los chefs se han convertido en verdaderas celebridades infaltables en los medios de comunicación masivos. Sus discursos, apoyados por los conceptos lucrativos de “salud” y “buen gusto” movilizan el mercado y resignifican el consumo. Este dueto es acompañado por el exceso de crítica respecto del vino y la gastronomía que hace de los comentaristas, mandarines de la moda, y de los consumidores, bulímicos de las palabras y sus tendencias.

El business gourmet, sus ritos sibaritas y la obsesión por la delgadez parecen haberse convertido en el único sentido posible bajo el cual hoy puede ser pensada y asimilada la alimentación. Placer y salud, imaginarios supuestamente inconciliables, contribuyen en el presente a estructurar nuestros comportamientos alimentarios, que en algún sentido dan cuenta de nuestras prácticas y de nuestra visión del mundo.

Como dice Foucault: “en todo caso, sea que se haga del saber dietético un arte primitivo o que se vea en él una derivación ulterior, está claro que la propia ‘dieta’, el régimen, es una categoría fundamental a cuyo través puede pensarse la conducta humana; caracteriza la forma en que se maneja la existencia y permite fijar un conjunto de reglas para la conducta: un modo de problematización del comportamiento, que se hace en función de una naturaleza que hay que preservar y a la que conviene conformarse”.


FISIOLOGÍA DEL GUSTO O DE LA NADA

El gusto es el gusto.

Gustave Flaubert. Bouvard y Pécuchet


Qué sugerente e impúdico resulta el discurso hedonista respecto del gusto por la gastronomía y los vinos en la Argentina hambreada postnoventa. La apreciación de nuevos y originales manjares capaces de ser degustados es acompañada por un ímpetu irreconocible de conversaciones sobre ellos. La desmesura siempre domina el panorama cultural y consumista argentino. Mientras el hambre toma cuerpo de imagen costumbrista del paisaje, los paladares afinan sus gustos haciendo de la distinción de los sabores un valor agregado para el vínculo social y cultural. La distancia material entre las diferentes partes del cuerpo social se completa y profundiza como nunca antes a partir de la distinción en la sensibilidad. El arrebato intolerante de lo cuantitativo se confirma con la fina atemperancia de lo cualitativo.

Dime qué comes y qué bebes y te diré quién eres, aunque ese ser para el fisiólogo del gusto resulta inaprensible ya que estipula, en principio, que “el número de sabores es infinito pues cada cuerpo tiene el suyo, que no se parece en nada a ningún otro”.

Así como la Modernidad tiene como misión ordenar el mundo, nomenclarlo y adecuarlo a nuestra comprensión, Brillat-Savarin escalona y gradúa los fenómenos gustativos: sensación directa, “primera percepción que nace del funcionamiento inmediato de los órganos de la boca, mientras el cuerpo gustoso se encuentra aún en la parte anterior de la lengua”; sensación completa, “se compone de esa primera percepción y de la impresión que se origina cuando el alimento abandona la primera posición y pasa a la parte posterior de la boca, y excita todo el órgano con su gusto y aroma”; y la sensación refleja, “juicio que uno emite sobre las impresiones que le transmite el órgano”. El gusto se articula según un esquema narrativo canónico que hace a la instauración de una falta, de un sujeto que busca hasta que encuentra, y que realiza finalmente un juicio sobre lo encontrado. ¿Y los que no encuentran? El hambre no puede participar de este ritual y de esa ceremonia; ante la falta como una constante, todo resulta exquisito y nada puede ser apreciado.

El gusto es un lujo que responde a una escala de entendimiento temporal múltiple y sucesivo que es susceptible de desarrollarse a partir del relato. Pocos ejemplos más paradigmáticos que el de Proust recobrando tiempos y sabores: “Pero en el mismo instante en que aquel trago, con migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podía venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí”.

Barthes ha sido un minucioso observador del vínculo entre gastronomía y lenguaje, denotando el poder de este último para convocar las delicias de su referente en el instante mismo en que registra su ausencia, pues comer y hablar son operaciones que se registran en el mismo referente corporal: la lengua. El gozo lingüístico y goloso del gastrónomo, que despliega su verbo con fruición, inventando neologismos y convocando deseos fetichistas a través de palabras raras, estereotipa la falta.

Hay pocas ideas tan burguesas como la del gusto, pues da por hecho y por derecho la idea de una absoluta libertad de elección y anula la concepción primaria de la necesidad, instituyendo que el hambre es el gusto y la condena de los necesitados.

Hablamos de la fisiología del hambre, que no distingue entre magdalenas o pan duro, y que es enunciada a través de un único atributo distintivo: el sujeto que sufre la sensación se metamorfosea con la sensación misma. Así lo enuncia Dante en el Purgatorio de su comedia divina: “Todos ellos tenían los ojos hundidos y apagados, la faz pálida, y tan demacrada, que a través de la piel se notaba la forma de los huesos”. El lenguaje con su transferencia de sentido personifica al Hambre convertido en una persona hambrienta que al padecerlo es devorado y consumido por el hambre misma.

De la misma manera que el hambre se hace carne o su falta en el hombre, lo sápido no es un atributo de la cosa, como sería lo visible o audible. La indistinción entre sujeto y objeto es paradójicamente tanto una característica del gusto (Proust) como del hambre (Dante). En ambos casos contrapuestos, el sujeto es arrebatado por el objeto. El ser y la nada. El gusto implica así una filosofía sobre la nada, una teología -si se quiere-, o en definitiva, una ética. El sensualismo de Serres con sus cinco sentidos o el hedonismo de Onfray con su razón gourmet, son difícilmente asimilables en tierras padecientes de hambrunas. El goce gustativo escapa a toda reducción y por lo tanto a toda ciencia, y se expone como fisiología irónica, que encubre una nada que ampara valores antitéticos y tautológicos: “me gusta” o “no me gusta”. Se trata de un “poder de apreciación”, que en la Argentina actual no es más que la negación del hambre.


LA SOCIEDAD EN LA MESA

El que hoy enseña filosofía da al otro alimentos

no para complacerle, sino para modificar su gusto.

Ludwig Wittgenstein. Aus dem Nachlass.


El aumento de la productividad y la riqueza trajo aparejado en toda urbe capitalista dos símbolos epigramáticos de la reproductividad social: por un lado, la mesa, ícono de una minoría pudiente que reúne la saludable alimentación con las buenas costumbres, la higiene con la cortesía y el gusto con la saciedad; por otro, la cama, ámbito reducido material y espiritualmente de una mayoría necesitada capaz de reproducir su existencia miserable y la fuerza de trabajo perdida durante la jornada laboral.

La mesa es el sortilegio de las formas. La puesta en escena de una ceremonia que intenta reproducir en el ambiente doméstico o público lo que supuestamente existe en todo el espectro social. El ritual del gasto y la magnificencia, la cortesía y la igualdad, la gracia y el gusto, el reinado de la civilidad y el reconocimiento. Una microsociedad que aproxima intersubjetividades compartiendo valores y estímulos, una práctica grupal selectiva que se estrecha y aúna en la conversación. Una ceñida sociabilidad vigila los placeres de la mesa asistida por supuestos “maridajes” entre bebidas y comidas, como modo de reproducir un modelo y ofrecer testimonio del anhelo de una sociedad armoniosa. Comiendo y bebiendo con otros, compartiendo placeres y deseos, cada uno se reconcilia consigo mismo y con los demás, y refrenda en un círculo reducido, aunque exponencial, la escena política.

El comportamiento en la mesa no ha sido en la historia un hecho aislado y sin referente, sino al contrario, forma parte de la totalidad de las formas de conducta transmitidas por la sociedad en tanto conformaciones vitales generales y estructurales determinadas.

Pautas civilizatorias, básicamente orden y presumible progreso para todo el cuerpo social, aunque de por sí sólo comporte la afirmación de las clases poseedoras o de las medias como aspirantes a serlo, pues los desposeídos, ante la amenaza famélica no pueden “afinar” el gusto, participar de la conversación y menos comportarse civilizadamente.

Se trata de comportamientos y formas que imponen composturas y formalismos, organizando el consumo alimentario a través de regulaciones delicadas, indirectas e imperceptibles contrapuestas a la brutal imposición de las privaciones. “Una manera de negar el consumo en su significación y función primarias, esencialmente comunes, haciendo de la comida una ceremonia social, una afirmación de dignidad ética y de refinamiento estético. La manera de presentar los alimentos y de consumirlos, el orden de la comida y disposición de los cubiertos, estrictamente diferenciados según los platos, tanto en su composición según la forma y el color a la manera de las obras arte como por su sustancia consumible, la etiqueta que rige la forma de vestir, la compostura, la manera de servir o servirse y de usar los diferentes utensilios, la disposición de los invitados, sometida a unos principios muy estrictos, pero siempre eufemísticamente presentados, de jerarquización, la censura impuesta a todas las manifestaciones corporales del acto (como los ruidos) o del placer de comer (como la precipitación), el mismo refinamiento de las cosas consumidas en las que la calidad prima sobre la cantidad (y esto es tan cierto para los vinos como para los platos), todo este juego de estilizaciones tiende a desplazar el acento de la sustancia y de la función hacia la forma y la manera, y, con ello, a negar o, mejor, a rechazar la realidad groseramente material del acto de consumir y de las cosas consumidas, o, lo que viene a ser lo mismo, la grosería vilmente material de los que se abandonan a las satisfacciones inmediatas del consumo alimenticio, forma por excelencia de la simple estesis”.

Producir formas es, además de disciplinar el consumo, una manera de negar la verdad del mundo social y de sus relaciones sociales. Los cambios de formas en la mesa son testimonios de aspectos sencillos que develan una transformación más amplia en el comportamiento de la sociedad. Esa sociedad se sienta a la mesa, su prodigalidad y refinamiento culinario sojuzgan al hambriento cuerpo político no convocado.


EL MITO GOURMET

Ni siquiera somos hijos de las

circunstancias sino de las apariencias.

Miguel Brascó. De criaturas triviales y antiguas guerras


La Argentina puede dar testimonio de la abundancia -básicamente ligada al mito originario alimentario- y en la actualidad, de la concentración y la miseria. La desmesura domina el panorama de acontecimientos rioplatenses desde la antropofagia de los guaraníes que se devoraron a Juan Díaz de Solís en 1516 -sustento imaginario del credo bárbaro- hasta la hambruna del presente donde gran parte de la población se ve obligada a alimentarse de los desperdicios de sus congéneres, mientras estos últimos hacen del mundo gourmet una apología distintiva. A su vez, la pampa ha pasado de ser pródiga en materia de alimentos naturales a ser un terruño panorámicamente homogéneo de un monocultivo como la soja forrajera que, en tanto sistema o modelo agropecuario biotecnológico, condiciona la infraestructura de nuestro estereotipo de funcionamiento como país. Concentración y miseria, uniformidad productiva y diversidad gustativa o consumista.

Evocar el “régimen” productivo y gustativo alimentario permite pensar la conducta de los hombres, caracterizar sus existencias, sus vínculos y voluntades sociales.

Somos testigos impávidos y complacientes de la proliferación intestina de un dialecto gourmet que, en tanto atestigua nuestra vida social y psíquica, su articulación en el panorama catastrófico de la alimentación argentina es expresión privilegiada entre variadas actitudes materiales de la sociedad.

Un menú entre sus opciones de platos principales -todas del mismo tenor- recientemente rezaba: “carpaccio de lomo con queso de oveja, bouquet de espinaca y crocante de parmesano”; “salmón marinado con mix de verdes, brotes de alfalfa, timbal de arroz, hojas crocantes, tomates secos y vinagreta de fruta de la pasión”; “escalopes empanados en sésamo blanco y negro con verdes, hojas de arroz, kombus y coulis de coco y chile”; “sorrentinos bicolor rellenos con salmón marinado, queso de oveja y tomillo con salsa de azafrán, vino y fondo de langostinos”; etc. Ni hablar de la sofisticación de las entradas, los postres y la carta de vinos. La alimentación es indisociable de la imaginación, aunque en la Argentina resulta llamativa la sublimación de la sensibilidad gastronómica en la hechura y composición de los platos, aplicada en los menús y sostenida por la crítica mediática, a partir de esa terminología retórica y atávica, como si el carácter circunstancial y transitorio del objeto se magnificara por la suntuosidad del elogio.

En la Argentina -salvo en la Puna andina- no hay registro, a diferencia del amplio y “exótico” panorama culinario latinoamericano, de lo autóctono: “...las expediciones de reducidas tropas militares contra las pequeñas bandas de indígenas del Río de la Plata fueron suficientes para destruir casi completamente a los habitantes y su cultura, afirmándose en un segundo momento la riqueza de un sistema culinario argentino netamente inspirado en las costumbres alimentarias de países europeos. Esto es particularmente evidente si se considera, por un lado la parrillada que, aunque utilice una simple parrilla -que podemos suponer indígena-, está especialmente compuesta de carne bovina desconocida en la época precolombina, y por otro, la empanada, masa rellena hecha con harina de trigo, un producto alimentario también extraño en esas latitudes”.

En contraposición a la inexistencia de lo telúrico surge un falso sincretismo exacerbado que se manifiesta en lo ornamental del lenguaje, de las formas y en la presentación de los platos. Los nuevos chefs, como los naturalistas, atienden preciosas nimiedades y han hecho de la cocina puro ornamento, como si la verosimilitud de su “doctrina gourmet” dependiera específicamente de la intelección del detalle.

A su vez, como reflejo condicionado de estadísticas espasmódicas acerca de las necesidades básicas insatisfechas, proliferaron las asambleas y las ollas populares -que resultaron tan circunstanciales como estructural se impuso el hambre-, y como auténtica decantación de la impúdica cultura de la década de los noventa el mundo gourmet llegó para quedarse.

El francés Georges Clemenceau en sus Notas de Viaje por América del Sur, luego de no asignarle a la cocina de Buenos Aires ninguna particularidad identitaria, acota: “Sobre el fondo inmutable del hombre y sus sociedades, ¿no está el placer más claro de nuestros cambios, en la variedad de las apariencias y de las formas de expresión?”. Esta pregunta era tan pertinente en ese entonces -1910- como ahora.

No se trata de un gesto disperso o un capricho aristocrático que intenta responder distintivamente a formas masificantes del gusto o apreciación, pues el mito gourmet deja de serlo cuando adquiere visos de: existe un canal -único en su género en toda Latinoamérica- que transmite las veinticuatro horas y un cúmulo de publicaciones y clubes del buen vivir y de vinos que lo sostienen -si hasta las cadenas de comidas rápidas recurren hoy a los chefs de moda para armar sus combos-. Lo novedoso de este constructo imaginario que hace del “saber” comer y beber, como así de la crítica culinaria -los individuos con sus opiniones personales-, algo sustantivo es que de esa manera cultiva valores, poniendo en escena y transmitiendo lo magno o extraordinario de una sociedad, en el mismo instante que deprecia lo típico y costumbrista. Observando la Argentina culinaria de hoy, puede verse hasta qué punto las sensibilidades gozan a veces de una especie de intemporalidad superior a las llamadas condiciones materiales de una sociedad. La década del noventa ha eliminado el pudor. El exacerbado estímulo gourmandise se corresponde con un nivel determinado de las relaciones humanas y de la configuración de las emociones. El mundo gourmet es un programa, una estética y una ética frente a la desprotección, al hambre y al reparto de alimentos. Y es también un suplemento cultural de la culpa, pues así como antepone lo individual a lo social, privilegia el parecer contra el ser, la apariencia ante la realidad, enmascarando, gracias a la primacía concedida a la forma, el interés otorgado a la función, y lleva a hacer lo que se hace como si no se hiciera. Los críticos o “conocedores” abusan de juicios apodícticos que tienden por un lado al reconocimiento y por otro, a la división entre las clases, pues la preferencia en la elección, en tanto afirmación práctica de una distinción básica, es el principio de todo lo que se tiene y lo que se es para uno y para los demás. Así como se naturalizan las auténticas diferencias de clase, el “mito gourmet” como estrategia ideológica resulta eficaz pues a medida que resignifica el consumo de alimentos, anula la génesis de su adquisición, pontificándolo como un hecho cultural y genuino.

Cómo llegamos a ser lo que somos. La respuesta de Nietzsche, dando cuenta de la indigestión de los espíritus, resultó ser todo un programa: “me interesa una cuestión de la cual, más que de ninguna rareza de teólogos, depende la ‘salvación de la humanidad’: el problema de la alimentación”. Ahora, todo deseo alimentario tiende a un ideal y el mito gourmet es, como toda idealización, una forma de rechazo.


VACAS FLACAS

Ser gordo. Más de la mitad de los argentinos tiene sobrepeso. ¿Qué hacer?

¿Cómo evitarse el calvario? Una guía práctica para combatir la obesidad.

Tapa de la revista de Clarín, Viva, domingo 15 de agosto de 2004.


La consagración del “mundo gourmet” en la Argentina hambreada del presente, no forma parte de un proceso civilizatorio que hace de la memoria culinaria un valor sustantivo y conservacionista de las costumbres y tradiciones, pues la identidad por estos lares es siempre una condición irresuelta, sino de un proceso que alienta la sofisticación en el consumo de un núcleo cada vez más reducido y expresionista a partir de la constitución de valores distintivos frente al avance del hambre. En este sentido es la más plena representación de una actitud reaccionaria y oclusiva ante la “producción” de miseria.

Ahora, toda catástrofe con su lógica apremiante enceguece el progresismo político circunscribiendo la justicia a la distribución -valor no claudicable y fielmente expresado en la constitución de las espasmódicas asambleas y ollas populares citadinas- y no refiriendo el problema a la conformación, también catastrófica y de más difícil intervención cívica, del proceso productivo. Es que el mito originario de “granero del mundo” sigue siendo tan determinante del imaginario como país en la escena nacional e internacional que seguimos pensando que vivimos todavía en el bucólico territorio de las vacas gordas y las mieses generosas.

El Grupo de Reflexión Rural ha pensado y trabajado profundamente esta problemática y ha arribado a conclusiones que advierten sobre la profundización de la tragedia.

A veces, los datos y el “posicionamiento” en el ámbito mundial son absolutamente concluyentes: en la actualidad, la Argentina es, después de los EE.UU., el productor más aplicado en la utilización de semillas genéticamente modificadas. Sólo en lo que respecta a la soja transgénica se sembraron en 2001 y 2002 alrededor de trece millones de hectáreas, con el consecuente uso -y control oligopólico- de ciento cincuenta millones de litros de herbicida glifosato de la empresa transnacional Monsanto.

Así como el modelo-rural argentino tiende cada vez a ser más dependiente pues se basa en la exportación de insumos con poco valor agregado, en la concentración de la tierra, en el despoblamiento del medio rural y en la depredación patrimonial del suelo -biodiversidad y semillas-, el modelo de país hipoteca su futuro volviéndose insumo-dependiente, no soberano alimentariamente y débil desde su rol en la escena del comercio internacional.

La economía de la soja es el “modelo”, pues hace de la misma un producto independiente de las condiciones naturales y culturales construyendo una sociedad a su imagen y semejanza. “La soja se torna más y más omnipresente en la vida argentina actual. Nuestros hábitos y pautas cambian a medida que se afianza la dominación del país de la soja. Los complejísimos procesos socioculturales se simplifican sustancialmente en el modelo de la soja. La dimensión cultural tiende a desaparecer en unas argumentaciones puramente técnicas -como si los procesos sociales fueran comprensibles desde una mirada linealmente técnica-. El proceso técnico impone una dinámica social y cultural arrasadora. Como el azúcar en períodos de esclavitud, la soja es portadora también de un sistema social de producción específico. Las condiciones técnicas de proceso de la soja acarrean una agricultura sin cultura ni sociedad: sin asalariados ni agricultores. El suelo es concebido como superficie puramente inercial -y no como tierra con ciclos propios-. El ciclo de la tierra es ‘sustituido’ por paquetes tecnológicos, con mayores insumos, en un proceso puramente extractivo casi minero: un hombre con un tractor puede trabajar 50 has. diarias. De hecho la soja sólo se justifica en enormes extensiones. Los páramos de la soja son el resultado de un suelo que ha dejado de ser el organismo vivo que llamamos tierra”.

Mientras ciertos ciudadanos gozan de las bondades extravagantes y disímiles que ofrece el mundo gourmet, el complejo de la soja, uniformiza la salud y las prácticas alimentarias: los últimos datos arrojan el pavoroso número que el 70% de los alimentos industrializados contienen soja transgénica en forma de harinas, lecitina, proteínas y aceites vegetales. En este sentido la intervención de las corporaciones en nuestra vida es tan intensa, al nivel que la modelan culturalmente con la publicidad y el alimento, de la misma manera que arrasan con la dimensión cultural de la alimentación, al subordinar el problema del hambre a la técnica y la ciencia. Como con el gusto, la autonomía de los que tienen hambre es absolutamente expropiada en el caso de la “soja solidaria” al grado de que los asistidos terminan siendo funcionales y expiatorios de una imposición cultural alimenticia.

Ante un progresismo que sublimaba sus apetencias políticas con el concepto de “multitud”, el pensamiento reaccionario les contesta económicamente con el “rinde” como respuesta tecnológico-productiva a la propia apetencia distributiva ante el problema del hambre. Época de vacas flacas y soja forrajera como forma de control social propedéutico.


COMER CON LOS OJOS

No importa lo que ves, importa lo que es.

Jingle de la publicidad de cerveza Schneider.


De la misma manera como en esta instancia del capitalismo no se produce para satisfacer las necesidades de los consumidores, sino que se consume para ufanar los intereses de la producción, los medios de comunicación acompañan esta consigna enunciando que la realidad económica hace de la producción un fin en sí mismo que no debe dar cuenta de los costos de su ineluctable crecimiento. Lo que importa son los números, y en este sentido el medio es el mensaje.

Así, toda discursividad entraña un imaginario, y éste construye un entramado social mítico muy concluyente ante la proliferación de las penurias. Como ocurre con el deporte, en donde el triunfo de una representación nacional supone el éxito común, la producción está sostenida por una economía distributiva absolutamente mítica. Cada portada de la sección Rural de Clarín es una fuente insaciable de recurrencia hermenéutica: con enormes letras de molde anuncia ampulosamente, a modo de causa nacional y desligada de cualquier conciencia crítica, los éxitos cada vez más astronómicos, como si se tratara de los saltos de un atleta, de la soja transgénica, sostenida y acompañada por candorosas publicidades de las empresas transnacionales que exaltan las virtudes preventivas de ciertas semillas y herbicidas, protagonizadas, por ejemplo, por modelos disfrazadas de enfermeras. A su vez, los productores dan entrevistas y se pasean por diferentes programas de televisión rindiendo pleitesía a las ventajas comparativas circunstanciales -el Senado brasileño (segundo productor mundial de soja) acaba de dar vía libre a la biotecnología y Uruguay duplica el área de producción sojera (un poco menos de 500.000 has.) con la coparticipación de grupos argentinos atraídos por la estabilidad jurídica oriental y su sistema impositivo simple que no contempla retenciones a las exportaciones- y señalando que nuestro actual récord (41 millones de toneladas de soja) “engorda” las reservas del Banco Central, permitiendo conservar la estabilidad y “mantener en pie” los planes sociales que alimentan a indigentes. El mito originario de granero del mundo sigue funcionando y alentándose desde los medios de comunicación, aunque de diversa manera, pues antes auguraba una especie de tierra prometida para conocidos y extraños, mientras que en el presente refuerza el actual panorama de desmesura social de la concentración, en donde pocos ganan mucho, una gran cantidad de personas comen poco o nada, y casi todos leen y asienten con la cabeza y sobre la base de los datos, un beneficio tan caprichoso como transitorio. La Argentina siempre fue un país con muy baja capacidad de previsibilidad y sumamente eufórico en cuanto a sus logros circunstanciales. La instalación y expansión del complejo soja en nuestro país, es pan para hoy y hambre para mañana.

Las crisis o catástrofes sociales resignifican los conceptos y aplacan los valores que pueden entrar en conflicto con los mismos, de modo que, ante un extenso “ejército de reserva laboral”, el trabajo surge como un fin único que promueve la producción desligado de cualquier responsabilidad moral, equivalente a la histórica irresponsabilidad del soldado ante la guerra. Pero a su vez, los medios y las publicidades refuerzan un aspecto fundamental de esta etapa del capital, que es la industria de producción del consumidor, que no sólo tiende a circunscribir a los hombres en personajes dentro del argumento de la producción, sino que inscribe el instinto de consumo en la naturaleza humana desligándolo del entorno circundante.

A cada instante, la prensa y la publicidad nos ofrecen gratificaciones sensuales o morales a través de los mensajes recibidos. Ahora, la realidad no es sólo lo que se ve sino también lo que se exhibe, no de manera pasiva sino imperativamente. Es así que resulta imposible no atender al “fetichismo idealista” en donde el sentido de las cosas no aparece como resultado sino como procuración de las experiencias, pues los objetos transmutan en ideas o mensajes, en donde el “mundo gourmet” descrito en este artículo resulta un ejemplo providencial. La comida procesada como mercancía gourmet es la expresión más clara de que todo lo real, más que racional, es sintomático, y que el sentido pertenece a los productos “glamourizados” que se nos muestran, no como obra nuestra, sino como medios naturales y explícitos.

Teniendo como trasfondo del paisaje económico argentino la hecatombe social producida en los últimos años, causante que la mitad de la población se encuentre privada del consumo más básico y elemental y se viera obligada a salir a la calle a revolver la basura de los consumidores, la publicidad resulta un ámbito apropiado donde leer gran parte de las aspiraciones y sensibilidades de nuestra sociedad, pues ahí también se encarna la circulación de discursos. Los pregoneros de la cultura del consumo recurren en estos últimos tiempos a dos modelos ideales explícitos: por un lado, retórico, que posibilitando cierta imagen de lo real y estilizándolo apela al efecto persuasivo que se añade a un tema; por otro, poético, que produciendo la realidad imaginaria tiende a la creación efectiva del tema. Prototipo del modelo retórico es la publicidad del automóvil de alta gama Citroën -vaya casualidad, ya Barthes lo había analizado en sus Mitologías-, que se encuentra en una ciudad, la nuestra, devastada y sucia, enunciando: “La ciudad se ve maravillosa”. Y ejemplos de la poética son los anuncios sobre la alimentación, que tienden a lo integrador, la comunión del consumo o a formas sociabilizadoras, aunque endógenas -la familia sentada a la mesa o una pareja que confirma su unión bebiendo un buen vino- de un discurso que emana la posibilidad de compartir con otro. Afuera, el hambre. La publicidad construye mundos plagados de atributos y valores positivos y no tiene por qué, y de hecho no lo hace, señalar el sistema que el uso de esos productos avala. No existe publicista capaz de imaginar un auto atascado en un embotellamiento o a un sujeto empachado con lo que ingiere. Sin embargo una publicidad puede llegar a exacerbar lo individual, fundando una moral y condensando nuestras pasiones y obsesiones, materializando la vida e idealizando la materia: la publicidad de Citroën cuya escenografía es una ciudad destruida, apocalíptica, “cartonera” pero no “piquetera”, o la de Peugeot, que sugiere que “el destino es inevitable”; o cualquier propaganda que promueva el consumo de alimentos, en la que sus protagonistas hacen un culto del encuentro y la sociabilidad desplazando el miedo atávico del hambre y de las barrigas henchidas en favor del modelo estético de la delgadez y del cultivo del cuerpo. Resultan concluyentes las estadísticas que enuncian el crecimiento del consumo de automóviles frente a la proliferación de la demanda social piquetera, al igual que la sobreabundancia de escuelas de gastronomía y la demanda creciente de jóvenes que quieren ser chefs ante el paisaje del hambre. Así como los coches pasan exámenes rigurosos en programas destinados a probarlos y atribuirles cualidades, los chefs no sólo cocinan y manipulan alimento sino que lo estilizan con su presentación gourmet, apelando al desarrollo de los sentidos y a poder comer con la vista. La circulación y el alimento se estereotipan en la oferta del delivery.

De la misma manera que no hay noticia acerca de los hechos, sino que los medios de comunicación masivos tienden a producir los hechos mismos que han de informar, no hay propaganda o formulación imaginaria que no tienda poética o retóricamente a explicitar el consumo mediante el control técnico y semántico. Los límites entre la fabulación y la realidad se esfuman a tal grado que todo se convierte en un conjunto de remisiones indefinidas y sublimes. El jingle de una publicidad de cerveza explicita: “No importa lo que ves, importa lo que es”, reflexionando sobre la apariencia de las cosas, apelando a lo ontológico y no a lo mítico, a la esencia y no a la apariencia, como si se tratara de un llamado al materialismo en contra del idealismo alimentario. Un discurso que se cierne sobre sí mismo, como si se formulase un sentido y en sincronía intentara informarse sobre el mismo; de la misma forma que en toda noticia lo que importa es el adelanto, los spots resultan, en varias oportunidades, autorreferenciales y en el caso de la cerveza intentan anteponerse al análisis del sentido dando lugar a una objetivación del gusto, más allá de las intersubjetividades. De esta forma puede verse cómo los anuncios recuperan las viejas técnicas irónicas del pop-art -que en su momento habían alarmado a cierta élite pues asignaban el mismo derecho al lienzo a una botella de Coca-Cola y a una hamburguesa colorida que a una botella de vino y a un pato muerto, y hoy han sido asimiladas- respecto de la artificiosidad publicitaria para su propio beneficio.

Cuando la producción de objetos va asimilándose cada vez más a la proyección de imágenes, a la promoción de actitudes y a la estimulación de deseos, la acumulación de experiencias ha venido a reemplazar a la acumulación de mercancías en un país “pobre” como la Argentina, en el cual muchos ya no comen ni con los ojos y otros se ven estimulados a comer básicamente con la mirada.


CADÁVERES EXQUISITOS

...un tierno infante saludable y con buena cría llega a ser, al año de vida, el más delicioso de

los manjares, nutritivo y susceptible de ser sometido a transacción económica, ya sea servido

en estofado, en asado, hervido o al horno. Y no dudo que servirá para la recreación de un

guisado o de un fricasé.

Jonathan Swift. “Una modesta proposición para evitar que los hijos de los pobres en Irlanda, constituyan una carga para sus padres o para su país, y para hacerlos útiles a la sociedad”.


Comer y beber son el resultado de una experiencia altamente significativa para la vida comunitaria pues constituyen el contexto y la introducción a la conversación y a la convivencia social. Por eso en todo alegato de un mundo ideal o perfectible la manutención forma parte del menú: “la Tierra Prometida se define por sus fronteras, y después por su abundante, aunque básica, oferta de alimentos, ‘una tierra en la que abunda la leche y la miel’. El Padrenuestro trata de verdades eternas e incluye una petición práctica: ‘el pan nuestro de cada día’. Los antiguos griegos paganos, imaginándose la vida de los inmortales en el Monte Olimpo, disponían en él lo necesario para su sustento: ambrosía y néctar, la comida y bebida de los dioses”. Una cosa es la tierra soñada y otra muy distinta, la producida: de los idílicos mundos benéficos y prospectivos a los efectos prepotentes de la industrialización de la comida con la concebida masificación, cercenando antiguas costumbres, desbaratando orientaciones culturales, el mercado fue estructurando el volumen en la producción y suministro de alimentos en conjunción con las nuevas pautas de concentración.

La ciudad produce basura -que para algunos es el pan de cada día- y no alimentos. Es sugerente observar que, con el devenir de la historia, las concebidas concentraciones de individuos situadas distantes de las fuentes de suministro requerirán nuevos métodos de alimentarse. Por eso muchos estudiosos del tema emparentan las logísticas en tiempos de guerra con las transformaciones en la manufactura y el aprovisionamiento en la Europa del siglo XIX. Así, las denominadas “galletas marineras” reciben su nombre a partir de las cadenas de producción que utilizaron las panaderías estatales para elaborar esos productos para las marinas de guerra y que sirvieron de inspiración para las fábricas alimenticias; o el desarrollo del enlatado, a partir de la necesidad de aprovisionamiento de las tiendas de campaña; o la invención de la margarina, que se dio por la demanda creciente de fuentes de grasa para el mantenimiento de las armas de fuego, por poner sólo algunos ejemplos. Las guerras y la industrialización se alimentaron mutuamente, hasta que, desde principios del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial, el crecimiento de las ciudades suplantó, como motor de cambio, al crecimiento del ejército.

Debido a la imposibilidad de producir alimentos, a la ampliación y a la concentración de los mercados, la comida acabó industrializándose. Mecanización del suministro, reorganización de la distribución, producción de bienes de consumo durables y adaptación de los horarios de comida a la imposición de la jornada laboral. De la multiplicación de los panes y del vino a la gestión del suelo y la ganadería “científica”, de la Última Cena -aunque con la participación de un delator- a la comida en solitario en el trabajo o frente a la TV, del fogón al microondas, la comida fue perdiendo su carácter socializador. Uniformización y rapidez, o sea, industrialización de la comida.

En términos generales, es indudable que no puede abstraerse la comida de la economía política, como los alimentos o las bebidas, en tanto bienes producidos, resultan ser causales de una expropiación laboral. Siempre llamó mi atención el enterarme de que el tamaño estándar de las botellas de vino -750 ml- de las que gozamos los pequeños burgueses se asemeja al contenido de aire de los pulmones de los que las soplaban.

Ahora, respecto de la alimentación los datos del mundo que habitamos no son muy alentadores. En 2004 un diario español anunciaba en su portada que el número de obesos ha alcanzado al de desnutridos por primera vez en la historia, y que 1.200 millones de personas de los 6.000 millones que habitan el planeta comen más de lo que necesitan, mientras que una cantidad idéntica padece hambre. Mundo desnutrido y sobrealimentado, dos rostros consecuentes de la misma moneda. Nada más distante de un “mundo feliz” y de la fantasía crítica y satírica cinematográfica expuesta, por ejemplo, en La gran comilona de Marco Ferreri o en la escena de Monsieur Creosote en El sentido de la vida de los Monty Python, pues los padecimientos alimentarios -tanto por defecto como por exceso- involucran en el mundo de hoy al mismo sujeto o víctima.

La “elección” alimentaria hace al cuerpo de las clases sociales. Su nutrición -cultura convertida en natura- se expresa en dimensiones, volúmenes y formas, y hace del cuerpo -como le gusta decir a Bourdieu- la más irrecusable objetivación del gusto de la clase. Portador de signos, el cuerpo es también productor de signos. Acuña visiones del mundo contrapuestas que se expresan según el orden en la escala social: las clases populares en anatomías voluptuosas circunscriptas a la apreciación del alimento como condición del ser y la subsistencia y las clases medias y altas privilegiando la forma y el parecer -más digestivo y menos calórico-. El deseo alimentario se corresponde con un ideal estético. A todos se nos hace agua la boca pero no por lo mismo. La comida, como la lengua, constituye una prueba -entre y hacia el interior de las sociedades- cultural definitiva: a la vez que identifica, establece indefectiblemente las diferencias. En definitiva, en el plano ideal la comida se identifica con el convite o la convivencia, aunque en el plano fáctico alimenta las diferencias de clase. Así, en materia de sabores la lexicalización resulta tan elocuente como parcial: el despreciable es grasa, el agradable es un dulce, el bueno es un pan de dios, el aburrido es un amargo y el deseado es un bombón.

Convivir (el verbo se vuelve más raro después de mediados del siglo XVII) es, desde luego, vivir con y entre otros en la forma más articulada y cargada de significado, la de la comida compartida”.

Qué dialéctica puede explicitar la adopción del sibaritismo y el hambre, el refinamiento de los sentidos o de la sensibilidad gastronómica y el recurrente contacto de ciertos seres con nuestros desperdicios, la tendencia a uniformar la producción alimentaria y diversificar el consumo concentrado, la exacerbada preocupación por la esbeltez frente a la desnutrición, la creciente oferta de escuelas de gastronomía y sommeliers frente a la masa desprotegida y no alimentada, la saturación visual de chefs cocinando en TV frente al hambre.

Podríamos afirmar con Gombrowicz que la Argentina es una masa que no llega a ser pastel, o sencillamente, algo que no ha logrado cuajar del todo pues no logra sentar a la mesa a todos los que intentan vivir en común.

La apología del gusto y de la distinción gourmet -que ya tiende a industrializarse (chefs que cocinan en las cadenas de comida rápida, ¡vaya dialéctica!)- al emblematizar la elección, esencializa el gusto por necesidad, estigmatizando el cuerpo y naturalizando a partir de la privación las causas económicas y sociales. En un mundo globalizado esto es una tendencia, aunque en la Argentina todo es sintomático. De la misma manera que la frugalidad sólo es posible para quien no tiene apetito, el lujo es incomprensible sin el hambre. La comida nutre y apela a lo genésico. “Después de la invención de la cocina, la siguiente gran revolución consistió en descubrir que la comida tiene otros vicios y virtudes: puede codificar significados; puede aportar beneficios a quien la consume que van más allá del sustento, y provocar más males que el veneno; no sólo conserva la vida, sino que unas veces la mejora y otras la degrada; puede cambiar al hombre para mejor o para peor; posee efectos espirituales y metafísicos, morales y transmutativos”. Pocos han entendido esto como los antropófagos o los caníbales: cadáveres exquisitos. La prodigalidad y el refinamiento culinario siempre entrañan una amenaza encubierta como en la propuesta de Swift -última y concluyente casualidad: apellido compartido por el escritor irlandés que propuso la provocadora solución para los hambrientos de su país y por la empresa “argentina” líder en exportación de carnes vacunas y en el mercado local de conservas- que hoy se vuelve literal: el placer por el gusto es la negación del hambre.

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*MATÍAS BRUERA. Nació en Buenos Aires, en 1967. Es sociólogo, crítico cultural y ensayista. Es profesor e investigador de Historia de las Ideas en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Nacional de Quilmes. Forma parte del comité de dirección de la revista Pensamiento de los confines y de la revista Orillera, que publica la Universidad de Avellaneda. Entre otras tareas, fue director de la Secretaría de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional que condujo el filósofo Ricardo Forster dentro del Ministerio de Cultura de la Nación. Ha escrito, además, numerosos ensayos en revistas especializadas nacionales y extranjeras. Es autor de Meditaciones sobre el gusto. Vino, alimentación y cultura (Paidós, 2005), La argentina fermentada. Vino alimentación y cultura (Paidós, 2006), Comer (Del zorzal, 2010) y Mapping the Tasteland. Explorations in Food and Wine in Argentinean and European Culture (Peter Lang, 2011).

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Editora PENSAMOS CULTURA | Patricia Slukich.
Imagen artículo | Matías Bruera.
Foto | Provista por Matías Bruera.


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